ANDINISMO SAGRADO
Suele decirse que el alpinismo nació en 1492 con el ascenso del capitán Antoine de Ville al Mont Aiguille, pero al mismo tiempo, los incas ascendían al Llullaillaco, Mercedario, Incahuasi, Antofalla y muchos otros gigantes andinos. Para cuando el deporte del montañismo se cristalizara en 1786 en la cima del Mont Blanc, ya hacía 250 años que el estado inca había desaparecido y nadie más había visitado las altas cumbres andinas y aún faltaban otros 100 para que otro mortal visitara las deidades que habitan en las cimas nevadas de los Andes.
MONTAÑAS MÍSTICAS
La actitud del hombre mirando al cielo y las montañas como puente entre ellos y el más allá es una imagen repetida en la mayoría de las culturas. Las montañas siempre han sido sagradas para el hombre. Su imponencia y su cercanía al cielo las convirtieron a lo largo de las épocas y las latitudes en entidades donde lo terrenal convergía con lo divino. Ya los antiguos griegos ubicaban a sus dioses en la cumbre del monte Olimpo y el Meru y el Kailash son ejemplos típicos de montañas sagradas para hindúes y budistas. En todos los casos el hombre continuaba en su posición adoratoria en los valles y miraba hacia lo alto en busca de sus dioses, dejando las altas cumbres como lugares sagrados donde ni siquiera podían pisar los mortales.
En los Andes, sin embargo, el hombre desarrollaría una relación particular con las montañas sagradas. Durante milenios la adoración de las montañas se llevó a cabo
en gran parte de la cordillera desde el valle, pero en el siglo XV, en el contexto de la expansión de su organización estatal hacia el sur, los incas llegaron hasta áreas desérticas donde el culto a las montañas era una parte muy importante de la cosmovisión de los pueblos locales. Una de sus estrategias de dominación era la aceptación e incorporación de los cultos locales al oficial, lo cual incrementaba sin violencia el control político y cultural. En este caso, ello los llevó a ascender las montañas para conducir desde las propias cumbres sus ritos, conciliando su propia tradición y las de las culturas conquistadas. Moverse en un espacio considerado sagrado, como la alta montaña, y establecer una relación directa con las deidades del área afirmaba su poder. Así, fueron ascendidas antes de 1533 alrededor de 200 montañas andinas, siendo las cumbres del Llullaillaco (6.739 m) e Incahuasi (6638 m) durante mas de tres siglos los puntos más altos alcanzados por el hombre, recién superados a fines del siglo XIX en el Himalaya.
RELIGIÓN ANDINA
La actitud del hombre mirando al cielo y las montañas como puente entre ellos y el Las culturas precolombinas en general y la Inca en particular desarrollaron el culto a los apus, o montañas sagradas andinas, en un contexto complejo conformando parte de una religión vasta y dinámica. Las altas montañas eran, ante todo, proveedoras de agua a través del deshielo de sus nieves, posibilitando en los áridos ambientes a sus pies la agricultura y la ganadería o, dicho de otro modo, la vida. Su riqueza mineral obraba también en este sentido, así como los volcanes activos y aquellas que albergaban momias en sus alturas o proyectaban su sombra sobre otros sitios simbólicos. Además, en su condición de núcleos de unión entre el cielo y la tierra, eran espacios sagrados idóneos para la adoración de Inti, el sol, la deidad más importante del panteón incaico y a la cual se debía la transformación de la nieve en agua. También eran sitios adecuados para la adoración de Illapa, el dios del rayo y el trueno, la Pachamama, la Madre Tierra y los antepasados, cuyas almas solían morar en las montañas. Estas montañas sagradas, conocidas como apus eran organismos vivos, con género, personalidad, historia, relaciones entre ellos y capacidad de influir en la vida de los hombres. Cada comunidad tenía un apu tutelar, a quien hacían sus ofrendas y dirigían sus plegarias cotidianas.
La puesta en práctica del culto implicaba realizar ofrendas en sitios simbólicos de la montaña sagrada, su cumbre, portezuelos, filos o picos secundarios. En general eran elegidas las mas altas pero existen adoratorios en alturas menores. Debido a lo extremo del marco, en ocasiones las ofrendas en las altas cumbres eran las estatuillas humanas o de camélidos, construidas siempre de materiales sagrados como el oro, que representaba al sol, la plata, que lo hacía con la luna, o el spondylus, un molusco proveniente de la costa de Ecuador que simbolizaba al océano, madre de todas las aguas.
Otros elementos ofrendados eran textiles, alimentos, cueros, plumas, peines, joyas, calzado, cerámica, tierra de lugares lejanos, lana, hojas de coca, charqui, maíz, papa deshidratada y otros elementos útiles para el viaje póstumo. Muchas ofrendas eran quemadas y el fuego no sólo las purificaba sino que además, mediante el
humo, elevaba su esencia y el pedido de los hombres hacia los cielos. Incluso ciertos
autores señalan al fuego como una ofrenda en si misma y otros van mas allá señalándolo como parte de un complejo sistema de comunicación entre santuarios para coordinar el momento de la ceremonia.
El personal al servicio del apu recibía a la comitiva y la acompañaba montaña arriba. El individuo que marchaba hacia los dioses estaba lujosamente ataviado. Sus ropas eran de la más fina clase, y en ocasiones estaban confeccionadas con sagrada lana de vicuña. La muerte era producida en general por adormecimiento con bebidas alcohólicas seguida de exposición al medio.
Los sujetos iban preparados para el camino hacia la residencia divina y para su posterior vida en ella, contando por ejemplo con calzado de repuesto o bolsas con provisiones y llevando los niños en algunos casos túnicas de adulto, previendo su crecimiento. Además transportaban ofrendas para los dioses, como vasijas con chicha o finísimos tejidos de hombre en manos de momias femeninas.
La momificación se producía intencionalmente pero en forma natural, gracias
a las condiciones de frío y sequedad de las altas cumbres andinas. La momia, también llamada capacocha, era venerable en sí misma y se convertía en protectora de su región.
La más valiosa de las ofrendas era la vida humana, y el sacrificio ritual o capacocha se llevaba a cabo en los principales apus en ocasiones importantes, como podían ser una sequía, una erupción volcánica o un evento político trascendental como la conquista de una región o la muerte del monarca.
La ceremonia podía implicar uno o más sujetos, y cada uno sería un embajador de los hombres ante los dioses. Por ello debía ser escogido por sus virtudes, como la pureza, belleza e inteligencia, e idealmente ser un elemento valioso de la sociedad. Los elegidos solían ser vírgenes consagradas o niños y muchas veces eran seleccionados siendo muy pequeños y preparados durante años para su sagrado destino. Ser ofrendado era un honor, tanto para la persona escogida como para su comunidad. Generalmente eran trasladadas a Cuzco, donde comenzaba el ritual. Luego partía una procesión, recorriendo durante varios meses el capacñan
o camino del inca, realizando festejos en cada población.
LA ARQUEOLOGÍA DE ALTA MONTAÑA
La actividad montañera moderna comenzó en los Andes a fines del siglo XIX
y muchos de los tempranos andinistas que creían hacer primeros ascensos se sorprendieron al encontrar en las cumbres vestigios de visitas precolombinas. En 1901 se dio a conocer la primera noticia respecto de una momia altoandina. Ese mismo año, una expedición sueca al Chañi y otras montañas del NO argentino tuvo como objetivo realizar ascensos con motivos en parte científicos, dando nacimiento a la arqueología de altura. Sólo en los ochenta comenzaron las exploraciones planificadas.
Hasta la fecha se hallaron 25 momias de alta montaña. De ellas, las tres del Llullaillaco son los cuerpos mejor preservados de la historia de la arqueología. Los estudios interdisciplinarios pueden tener resultados sorprendentes. A modo de ejemplo, una prueba de ADN ha permitido encontrar un pariente contemporáneo de una de ellas.
Esta disciplina no sólo resulta importante para conocer mejor las prácticas rituales incaicas sino fundamentalmente para incrementar y valorizar el patrimonio cultural de sus descendientes. Sin embargo, como cualquier ciencia social, no está exenta de controversias. Por un lado hay quienes priorizan el valor emotivo religioso de las ofrendas a su importancia como objetos que pueden aportar al conocimiento de la herencia cultural andina, y por ello abogan por dejarlas en su sitio. Por otro, algunos arqueólogos defienden la idea del rescate preventivo, que implica recuperar el mayor número de reliquias posibles antes de que lo hagan los huaqueros (cazadores andinos de tesoros).
Algunas ONGs, como el CIADAM en San Juan y el CECOPAM en Salta, se dedican al estudio y protección de estos vestigios. Y dos museos andinos, el de Arqueología de Alta Montaña en Salta y el de Santuarios de Altura en Arequipa, Perú, exclusivamente a su exposición.
EN PRIMERA PERSONA
A pocos meses del hallazgo arqueológico en el Llullaillaco, partimos con un grupo de amigos con la idea de escalar el gran volcán atacameño. Estudiamos la posibilidad de ir por la ruta sur, pero finalmente optamos por la arqueológica o normal por Argentina. Recorrer esta ladera nos resultaba mas atractivo, pero ninguno de nosotros consideraba el hecho de observar sitios arqueológicos. Al regreso y luego de haber ascendido el Llullaillaco y también el Socompa escribí en una nota publicada en aquella oportunidad “que todo montañista ve en el Llullaillaco un preciado objetivo deportivo, pero tarde o temprano todos los que caminan sus laderas, coinciden en que el misticismo y los secretos precolombinos es lo que hace única la experiencia vivida en el cerro”.
Aquella afirmación se fue afianzando y a partir de ese momento cada ascenso a una montaña sagrada lo viví de una manera especial y en muchas ocasiones hemos elegido el objetivo teniendo en cuenta su condición de santuario de altura. Habiendo recorrido varias de ellas tuvimos la oportunidad de observar sitios y en ocasiones descubrir algunos no catalogados, lo cual añadió un gusto especial al ascenso.
En la convicción que existe un contenido cultural diferente en el ascenso deportivo a estas montañas podría surgir un interesante programa de ascensos que combinara montañismo de altura, arqueología y una cuota de misterio, posibilitando un andinismo que no dependa del éxito de la cumbre y descubra otros caminos de realización que le posibiliten al andinista un disfrute pleno del camino hacia la cima y no el mero hecho de alcanzarla.